CON EL PIÉ EN EL ESTRIBO
Hay
un viejo dicho, creo que de origen italiano, según el cual “partir es morir un
poco”. No le falta razón al proverbio.
No
sé si por suerte o por desgracia, yo pertenezco a una generación de europeos
que tuvieron que partir de sus lugares de origen huyendo de la barbarie
política, del fanatismo religioso, del hambre y de la miseria física y moral.
Nos
vimos obligados, los más afortunados, sólo a morir un poco al alejarnos de
nuestras raíces más profundas: la familia, las costumbres, la lengua, el clima,
los escenarios de nuestros primeros sentimientos y sensaciones vitales…
Pero
ese bello y poético proverbio se nos antoja algo incompleto porque si partir
es, efectivamente, morir un poco, también nos abre la posibilidad de renovarnos
enfrentando otras experiencias, otros afanes y otras maneras de entender la
vida.
Yo
llegué a Venezuela a principios del año 1950. Dejaba atrás, en mi España natal,
un mundo hosco y cerrado, sin futuro y sin presente, sometido a una serie increíble
de limitaciones materiales e intelectuales. No es de extrañar, pues, que
Venezuela fuera para mí, como para tantos miles de refugiados procedentes de
todas las latitudes, una especie de deslumbramiento, que muy pronto opacó la
nostalgia que siempre se siente al echar de menos las coordenadas vitales de
nuestras primeras vivencias.
Venezuela
fue como un estallido de luz y de colores, un país donde a espontaneidad y el
espíritu cordial, optimista y reidor de sus gentes, se manifestaba de mil
maneras, mientras el impulso petrolero ponía alas a un progreso incontenible
transformando al país, y a Caracas en particular, en un vértigo de actividad
sin pausa.
Pero
algo faltaba en Venezuela. Me faltaba el esperanto. Yo lo aprendí en España,
entre mis doce y catorce años, en la ciudad de Zaragoza donde funcionaban,
antes de la guerra civil, tres o cuatro sociedades esperantistas que
desarrollaban una gran actividad. Luego, con la guerra y la interminable
postguerra, el esperanto en España apenas conservó un hálito de vida bajo la
mirada suspicaz de las autoridades franquistas.
Al
llegar a Venezuela tuve que dedicar todos mis esfuerzos a entrar un modus
vivendi, y en estas diligencias, me tropecé con el esperanto de un modo
fortuito y casi providencial, en la persona del Prof. Bachrich. De esto hace ya
la friolera de más de 45 años.
Posteriormente
los avatares de a vida me levaron a las Islas Canarias, luego a España de nuevo
y, más tarde al oriente de Europa. Pero ni por un momento rompí mis vínculos
con Venezuela ni dejé de visitarla. Fue en Venezuela donde comencé en serio mi
actividad de traductor. En Venezuela esbocé mi primer borrador de La Arbo de la Sciado, que más tarde
publicó nuestro inolvidable Juan Régulo Pérez en su famosa serie Stafeto. En
Venezuela realicé las primeras tentativas sobre e texto de Doña Bábara, y en
Venezuela nacieron Cent Jaroj da Soleco, Tirano Baderas y La Malica Komizo y, últimamente,
Kanto al la Tropika Zono.
Y en Venezuela compilé de principio a fin, el gran diccionario español-esperanto.
Hora,
poderosas razones de carácter familiar nos llevan, a mi esposa y a mí, a
levantar otra vez el vuelo a los confines orientales de Europa. Es, otra vez,
la experiencia de morir un poco, de abandonar lo cotidiano, de ajustarse a
otros hábitos y normas de vida.
Pero
nunca estaremos lejos de ustedes. Hay teléfonos, hay faxes, hay servicios
postales, hay aviones que minimizan las distancias. Y existe esa entrañable
publicación, “Venezuela Stelo” donde, si ustedes me lo permiten, seguiré
colaborando con el mayor placer.
En
el nombre mío y de mi esposa, les agradezco de todo corazón este acto de
despedida. Y aprovecho la oportunidad para expresar mi respeto y admiración por
ese núcleo de veteranos que, a lo largo de casi medio siglo, han sabido
mantener viva la llama de un bello ideal contra toda clase incomprensiones y
prejuicios.
Quiero
mencionar por sus nombres, como en una lista de honor, al Prof. Bachrich, al
Dr. Cook, a los profesores hermanos Mosonyi, al compañero Turrisi, a los ingenieros
Blázquez y Arocha, a las representantes del bello sexo Teresa de Villasmil y
Esperanza Pérez, y en último lugar, pero no el menos importante al compañero
Lino Moulines, cuya librería “Suma” procuraba a los esperantistas las últimas
ediciones de libros y revistas en la lengua internacional.
Vayan
también mis palabras de estímulo y consideración a los nuevos valores que, como
los profesores Negrete y Sirvent, han de encabezar la generación de relevo en
el movimiento venezolano.
Para
todos, un abrazo fraterno y solidario. Nuestra casa polaca está abierta para
todos ustedes, y el día que ustedes nos visiten, tenga la seguridad de que
reinará en ella el olor de la hallaca y la arepa, mientras se alzan al aire los
compases de Alma Llanera.
Fernando de Diego
Este documento es hoja suelta de la Asociación Venezolana
de Esperanto (VEA), sin fecha.
Trascrito por Ricardo Coutinho, 26/06/2005
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